Debería ser obligatorio, un lugar necesario de paso y alojo para una Bienal Española de Arquitectura y Urbanismo. Y así fue. Nueva York, nos muestra una radiografía emocional de una ciudad en transición, ávida de eventos, sociable, contradictoria, de contrastes. Probablemente no sea el espacio de mayor densidad de nuestro mundo, pero seguro que sí lo es de ideas y pensamientos.
Un pequeño edificio, de corte colonial, sede del Instituto Cervantes y ubicado entre la 211 East 49th Street, albergó desde el mes de septiembre hasta diciembre de 2022 la muestra de las obras premiadas. Bajo la sombra de los tilos que rodean el patio interior, recortados sobre muros rojizos de ladrillo extremadamente cocido, se ubicaron diversos atriles – también diseñados para la ocasión – que sustentaban los fuelles que constituían la exposición campo-contracampo. La inauguración, ya cerrándose la noche, demostró que en la ciudad de ciudades hay un hueco para las modestas obras – todas de mediana y pequeña escala – que transitan por la bienal. Bajo los brillos reflectados de cientos de soles que aparecen entre el cristal y el acero, la arquitectura más próxima, esa que se acerca a una sociedad más modesta en pretensiones y aciertos como es la nuestra, la de la Bienal, se deja ver como posibilista, anhelo y porque no expectación.
La distancia que separa ambos países, entre el colosalismo y la proximidad, también fue dibujada ante los atentos estudiantes del prestigioso MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts) donde tuvo lugar una mesa redonda – días antes de la inauguración – en la que los comisarios pulsaron el estado de la arquitectura española, los problemas de dos territorios dentro de un país y la lejanía con la que todavía unos se ven con respecto a otros; Boston, y por extensión los Estados Unidos, no son tan diferentes al resto de países en un tiempo con mayores desigualdades.